martes, 7 de abril de 2009

El trompo

Mi madre se ha arreglado con el barbero de la esquina. ¡Gracias a Dios! Sucedió al día siguiente al que perdí la oreja. Se fue derechito apenas llegamos de la Asistencia. Yo estaba arriba con la cabeza envuelta, dándole al trompo que sacaba chispas. La tía Eugenia bajó tras ella, pidiéndole que se quedara, pero mi madre era de esas que no se quitaba las ideas.
José en la cuadra hacía migas. Tenía un tordo que cantaba nombres en la entrada de la peluquería.
Sentí a la tía subir rezongando con su luto largo y vi por la ventana a mi madre cruzar la calle, con la cabeza alta y el pelo negro recogido en la espalda, sobre un vestido floreado que usaba cuando salía.
Al verla venir José sonrió con sorna, mientras le daba a la correa con la navaja filosa.
¡Hola Marisa! ¡Hola Marisa! Gritó el tordo desde el arriate de la vieja tipa, cuando mamá pisó la vereda.
Corría un invierno caliente, silencioso y muy vacacionado.
Los pensionistas de la casa que se miraba en la nuestra observaron sentados en el cordón, apoyados en el fresno, entrar a mi madre y tras de ella al tordo, que agitaba las alas y cantaba ¡Hola Marisa! ¡Hola Marisa!
Yo en tanto, le daba al trompo que sacaba chispas y la tía Eugenia bordaba oraciones en el bastidor, junto a mi cama vacía.
Los pensionistas bailaron un picado sobre el pavimento.
De vez en cuando uno giraba hacia la ventana y jodía: ¡Hola Marisa! ¡Hola Marisa!