martes, 19 de febrero de 2013

Un entusiasmo inexplicable

(Base de la historia La que se cuenta es una historia cierta. La esposa contrata un camión, agrupa la hacienda, la ropa, los muebles, los hijos y una noche a escondidas, se muda a otro pueblo, a casa del amante. De los hijos, unos regresan con el padre mientras que otros se quedan con ella. Elisa es hija de esta segunda relación, aunque no lo sabe, pero lo sospecha. El relato comienza cuando la verdadera madre, es decir la abuela, que ya también ha dejado a Angel, la envía junto al peregrino a ver qué hay de todo lo que aportó: nada, sólo el páramo. Cuando la abuela se va del cortadero, hay que legitimar a la niña y la entrega al primogénito casado, que acepta a regañadientes y la anota como propia; pero Elisa pasará la mayor parte de su tiempo con ella. Ya adulta, Elisa apura una relación para tener un niño. Pero no viene; esto la desespera y destruye el vínculo. Antes de romper, procura reparar a la abuela, haciéndose con lo de Angel primero y con lo del peregrino luego. Es en ese propósito, cuando el narrador devela lo que ella sospecha y aún más. Es esta una cuestión femenina, en la que los varones: turcos, alfareros y peregrinos, están pintados. Aquí, ellas tienen la capacidad de malear el mundo y estirar sus deseos hasta hacerlos coincidir con la justicia . De todos modos el peregrino atisba y vibra con el dolor, el amor y la irredimible condición humana en la gestión del plan. Eso es lo que se cuenta, lo que se intenta contar. He entrecomillado la palabra "abuelo", para prevenir al lector acerca de lo engañoso del apelativo. Si nada llegara a servir, rescato del artificio la semblanza y la caracterización de la muchacha. ) ------------------------------------------------------------------------------------------------------------ Un entusiasmo inexplicable "¿Cuál es la recompensa a tanto trabajo?... ¡Habla, tejedor!... ¡Detén tu mano!... ¡Di una sola palabra!... ¡No! ¡No se oye ni la menor respuesta! La lanzadera (el sol) huye. Las figuras salen flotando del telar. El deslumbrante tapiz se desarrolla sin cesar. El divino tejedor sigue con su labor, pero sin duda el ruido de su trabajo no le deja oír ninguna voz humana." Una glorieta en las Arsácidas. Moby Dick. cap 102 ------------------------------------------------------------------------------------------------------------ Quizá ella no supo o no alcanzó a comprender, pero fue su amor el que disipó en él las habladurías acerca de la sevicia del diablo y lo promovió al abrazo y a seguirla y fue muy feliz en aquella tapera de provincia adonde Ángel, que así llamba al "abuelo", tenía la barraca y la mula y la acequia y el malacate para hollar la charca en la que se adentraba descalzo a sacar la mezcla con la carretilla rechinante de hierro, lata y palo, toda enmendada con alambre de fardo. Elisa y Gaspar se guarecieron en el churcaje hasta la hora en que despierto, Ángel les franqueó la tranca. Corrieron de inmediato hacia el jergón para el refocilo, después de una madrugada en la espera y de una noche de viaje. Fue recién a las diez, cuando el cielo se desfondó en un chubasco y el alfarero revirtió a la charca los cortes ya desmoldados y estibados que el visitante, ahora despierto por el brío de la lluvia contra las chapa, vio al hombre manso deleznar la faena y sospechó que el viejo, sabía desde siempre cuan lento el sol cocinaba la tierra y que por eso, no menguaría luego en un ápice el contento con el que calentaría el agua, cebaría los mates, avivaría el rescoldo contra las galletas y propiciaría el desayuno para el agasajo. Elisa caminó luego al amparo del compañero y rastreó animosa todos los rincones del paraje en el que había nacido. Le preguntó al "abuelo" por la cabra y la parra y por el horno de pan y el gallo Esculapio y al fin por la madrina siria que vivía a una legua, a la que visitarían esa tarde misma. Antes del desayuno Ángel fue hacia el ropero, del que extrajo un atuendo que conservaba intacto: el vestido bermellón perteneciente a Elisa, ahora distante, que es así cómo también se llamaba la abuela. La nieta lo miró de soslayo, sin atinar a tocarlo. _¡Ay, mire, cómo lo conserva! _dijo .Y se entretuvo con otra cosa porque las mujeres, que tejen solitarias una felicidad inescrutable, aúnan después las hebras malditas en el telar comunitario de la desdicha gregaria. Y es que resulta que muchos años atrás, una noche en la que el marido no estaba, la abuela reunió a los hijos y a todos los animales de la chacra y bajó desde de la Dormida hasta Tuclame para afincarse con su amante en el ladrillar. Y acerca de todo cuanto las Elisas hablaron antes del viaje, el peregrino nunca llegaría a enterarse, puesto que aquel hombre del barro, vivía solo otra vez hacía ya una pila de años. Después caminaron al pueblo para comprar la cena y mostrar el novio en estreno a la madrina siria, donde comieron keffir y aceitunas negras hasta la oración. Allí Gaspar conoció al mercader de las camisas blancas que había sido nacionalizado en matrimonio desde la Turquía por la comadre ya entrada en canas y supo, de aquel olivarero rico con quien a Elisa la habían negociado en una transa, de la que ella no habría ido en parte y supo también, de la cierta fortuna que la muchacha echó en balde con un desaire malhadado, por ese carácter propio de los que fueron amamantados con leche de cabra. Desde las viejas construcciones del norte de la provincia de Córdoba no venía música. No había árboles, ni veredas a nivel, ni calles enteras, ni colores uniformes o complementarios: cada casa era una sola luna descielada. (leer como desterrada, al revés) En esa clase de soledades, hechas de duraznillo, cicutas, romerillos y cizañas, Elisa había tenido una infancia y su acompañante, parecía ahora entrever que por más afinada que fuera la melodía con que su voz se la cantase y aunque esforzara la alegría con un entusiasmo inexplicable, no había nada lindo que se la recordara. Años más tarde, Gaspar aún se apresuraría en alcanzar a las mujeres que de lejos se parecían a Elisa. Notoriamente estevada, al igual que sus pies contrariados , sus piernas convenían mejor a quebradas, riscos y desfiladeros del pedregal a los que se adecuaban. Cargada de hombros, cintura escasa y cerviz desplazada hacia un lado, ofrecía de espaldas la impronta de una muchacha que cobijaba entre los brazos un recado precioso. El pulover de bremer, la pollera sastre color gris y los mocasines marrones, contrastaban poco con la monocromía agreste del matorral. Era una carrera inútil, sabía, porque de haber sucedido que en efecto, en el tumulto, una vez alguien pudiera ser ella, lo habría mirado rara, con una gelidez tan intensa, como la pasión que antes la había empujado a vivir para siempre junto a el. Y a esa devoción desmesurada e insensata, a ese candor desesperado por el anhelo de fundar la vida, ofrendándole a Gaspar la anhelada región de la progenitura, nadie lo puede desestimar sin ofensa. Gaspar se resignaba entonces a evocarla en los días de sol, tres pasos por detrás, antes de que el brillo de sus ojos se helara. Después de cenar, ella quiso bañarse y Angel, tuvo que acurrucarse en la alcoba bajo el Sol de Noche junto al peregrino, que no llegaba a comprender el apremio que tenían las damas por la ducha ordinaria. Esa era la razón, recordó, de que fuera un varón el primer hombre que pisó la luna; ninguna, por romántica que se presumiera, aceptaría el paseo, se dijo, hasta que no hubiera baño allá arriba; y es deber de buen colono fundar letrina antes de asentar campaña, concluyó. Codo a codo, hartos de divagar en solitario, con la mirada al vacío y de espaldas a la bañista, los desconocidos atinaron al habla. La casa ya no era tapera, coincidieron, desde que se le había agregado el estar. En la pared de la sala, a un metro por arriba del piso estaba la tronera del rescoldo en el que cocieron la cena y contra la que Elisa sacaba ahora el agua, que escanciaba en jarra hacia la palangana de la ablución. De refilón, el peregrino atisbó su silueta tiznada con el ánfora en vilo a contraluz de los leños, y recibió la impronta de una salamandra vibrante enzarzada a las llamas. La noche que se conocieron sucedió otro hecho inesperado; Elisa lo arrancó de un tirón a las cuatro de la madrugada y lo arrastró hasta el centro para enfrentarlo a la vidriera espléndida de "El Osito Azul". La misma era una profusión de fruslerías dispuestas sobre escaparates y también dispersas; cunas, peluches, moisés, cobertores, bañeras, sonajeros, tules, voailes y plástico de mil y una forma, color y disposición , todo destacado en plenitud gracias a la maravilla de la luz eléctrica. Quizá por sentirse extenuado, a Gaspar esto no le pareció entonces lindo ni tampoco feo, apenas si una tolerable estupidez. Después se extraviaron en los mil vericuetos de la madrugada rastreando infructuosos la huella de un "Café" supuesto, cuya existencia llevaba ella metida en algún lugar de su cerebro, ya que el mismo ofrecía al parecer, un marco auspicioso para un romance incipiente entre una joven atolondrada y un cuarentón desencajado por una claridad que lo vencía. Amaneció nublado. El clima trabajaba desfavorable a los compromisos que apremiaban a Ángel cuya desazón ya no tenía disimulo a causa de los miles de ladrillos que además le adeudaban. A peor, debía devolver la mula . Elisa en cambio no cabía en el contento. Caminaba con desasosiego el predio al que evaluaba propio, por delegación de la abuela, con la que se había criado y empujó entonces al peregrino hacia los terrenos lindantes por si se le ofreciera un animal, puesto que para pechar no hacía falta un elefante. El novio recorrió los aledaños y regresó con un matungo esquelético arrendado a jornal, el que fue vendado y enjalmado de inmediato. Ángel pisó el mortero con un entusiasmo inexplicable y de en tanto, despejaba con el antebrazo los lamparones con que el enfardado aparejo y el desparejo jamelgo, en un contrapunto sincopado le embadurnaban el entrecejo. Al final de esa jornada y en vísperas de la partida, Ángel se apresuró a confiar al peregrino algo sobre una cuestión de papeles, para que viera de por sí que poseía el respaldo legal de su querencia. Se encaminaron solos hacia el armario del que extrajo, muy próximo a la pollera colorada, unos pliegos borrosos y manuscritos. En ellos debía constar que las cinco hectáreas eran suyas y que la dehesa de las otra cinco, sembradas con alfa por un intruso, también le pertenecían. Como era de esperar, la proximidad del peregrino lo confirmó en la creencia de la legitimidad de su posesión; y es que un hombre aislado carece de justificación y de fuerza para ostentar cosa alguna y que en cambio dos constituyen familia. Y como cualquiera entiende que ese número progenitor es por lo mismo origen de una razón valedera, a Ángel le brillaron los ojos con su renacida certeza. Señaló entonces los palos ya enhiestos para la extensión del cableado, que llegarían hasta donde la muchacha y el peregrino dispusieran estancia. Además sobraba piedra para levantar casa, colmar la sangría, y si ahondaban la acequia, asegurar la fertilidad de la quinta, la charca de los patos, el corral de las gallinas y toda el agua necesaria para la sed de la vida . Su contento era una borrachera desmoldada que avergonzaba un poco al peregrino; temía por ella, que la ciudad la ofendiera. Cuando estaba feliz era una catástrofe que lo encendía todo con aleluyas, asaltos y zapucayes, mas si por un gesto inopinado o por alguna actitud imprecisa se presentía agraviada, era un animal de impiedad vengativa que arremetía en principio contra espejos, vajillas y terracotas para terminar luego contra todo lo amable. No cabía en medida y sus gritos herían dignidades acervas, de vecindades recíprocas. Su rostro terso y oval se resquebrajaba en maldición y blasfemia; la pequeña boca se desbarataba por sus comisuras hasta transfigurarse en jeta y sus pupilas desaparecían tras los párpados rígidos cual vertientes pétreas, por el que fluían acuíferas, tan hondas y tan copiosas, dos concavidades ciegas. Al fin, se ovillaba con las manos ceñidas a la entrepierna y gemía enarcada en un rincón cualquiera. Durante horas, todo en ella era una ceremonia del dolor. La mañana del día del retorno llovió a cántaros y la charca se transformó en laguna. Había que devolver el caballo y al regresar de la gestión que emprendieron juntos, no hablaron de otra cosa que de colmar la hondonada con unos patos criollos que le lograron comprar, para que Ángel los multiplicara. También fijaron la "costa" con varillas de sauce, para que no faltara sombra en verano; y plantaron ligustros, para que no faltara verde en invierno; y vieron y creyeron y se prometieron hacer del cortadero un vergel de feracidad desbordante. En el origen del tiempo fue el tejido al ganchillo la malla que logró al fin manear su inexplicable y encabritada dolencia. Contaba las vueltas en silencio, para luego desatarlas y comenzar de nuevo. Cualquier red era escasa en relación a la magnitud del propósito que la impulsaba, y con el que presumía llegaría una vez, como todo artífice a sentirse representada por completo. También el peregrino acordeló contra el tañido de una guitarra la desazón y el temor a la ausencia incipiente, con la que ella comenzaba a aislarse. Sendos, cada cual por su arte, tensaban y destramaban desafinados, con las miradas perdidas, el tapiz de una convivencia perecedera. Fue en ese trance que remontaron el tiempo y desandaron el mundo por entre cardales y tunas hasta las fraguas del ángel. Quizá entonces no supo o no alcanzó a comprender que fue su amor el que disipó en él, erróneamente, las habladurías acerca de la sevicia del diablo, y que lo promovió al abrazo y a seguirla y fue feliz hasta la insensatez con aquella mujer resuelta, menuda, de tez morena, cabello largo, amplia cadera, algo chueca que quería un niñito y que mirada de espaldas caminaba como si lo transportara, porque no hay nada que más apetezca el demonio que sembrar diablillos en cuchillas, cañadas y cortaderas, y que por una cuestión de quistes y sabrá el mandinga qué brebajes de peligrosas yerbas, con las que el marido traicionado por la desaprensión del saqueo, junto a la prole enfurecida por la coerción con que se la había desalmado y arrastrado al éxodo, enherbolaron la parición de la muchacha, a todas luces maldita, que nació de milagro, tan estéril como el páramo al que la abuela y Ángel se replegaron un día para cocinar la tierra y fundar, con un entusiasmo inexplicable la barraca, la tapera y si Dios proveyera, una letrina.

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