martes, 19 de febrero de 2013

El diablo

Hería el sol y los árboles se espejaban azulejos en el macadán de la siesta. En la avenida un policía me detuvo porque tenía los cordones sueltos. _¡Átese los cordónes! _ dijo. ( _Y ya que estoy en el suelo refuerzo también los tuyos, eh; pensé). Era un muchacho de veintiuno que recorría la zona y yo un viejo que hacía lo mismo _¿No se da usted cuenta del riesgo al que se expone y el elevado costo social del socorro público?_explicó. Yo conocía de acechos como era el caso de los automovilista: la prohibición de tomar mate, fumar, hablar por teléfono, beber alcohol, ingerir sedantes, escuchar música y manejar sin cinturón; pero aún era inconciente del desatino, de la sinrazón de arrastrar los cordones y caminar fuera de casa con los zapatos flojos...Los zapatos son mis autos, concluí. Me erguí ante el funcionario que indicó: _¡Circule! Proseguí conturbado palpando mi escaso cabello, la cremallera de la bragueta, los botones de la camisa y la hebilla del cinturón. Todo estaba en orden. Ya en la esquina hice un rodeo para cruzar, porque había un pozo con agua pestilente junto al reborde. Así mismo, debí esperar mucho tiempo, dado que siempre que el semáforo me habilitaba, se reiniciaba el tránsito de los que giraban hacia la derecha. Al llegar a la otra vereda me dí con una baranda protectora a lo largo de todo el cordón y la trepé conciente de la transgresión de mi imprudencia. Pude luego continuar por entre las baldosas sueltas, ramas caídas por causa de la tormenta y las mesas vacías de quioscos y bares al aguardo de los viandantes del atardecer. Al acercarme al otrora hermoso jardín de la estación ferroviaria, comprobé que no era un espejismo, que lo que de lejos parecía una refracción causada por el tufo de la canícula era un hecho: los árboles asomaban por las grietas del macadán y luego por entre los durmientes de las vías. Tenía razón el perro: en caso de algún siniestro, con los cordones sueltos, las culpas se inclinaban adversas a mí: decía la ley. Comprendí que a medida que la ciudad se desbarataba, que la urbanística era más caótica y los edificios ganaban el espacio de la vereda, que los mandatarios se dedicaban en exclusividad a los negocios privados que les facilitaban sus funciones virtualmente estratégicas, éramos más culpables, más cercados, más sospechosos, más deudores. Todo proseguiría así, empeorándose, hasta que el descontento y la sofocación propiciasen el próximo golpe, la catástrofe que sacudiese de nuestras conciencias el peso de la infame e interminable sujeción. Desde luego que las cosas se malbaratarían aún más, pero igual, en el impase, habría el iluso resuello de los apocalípsis.

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