lunes, 3 de diciembre de 2012

El dilema de Juan

Por tercera vez llevé mi cabeza a Salomé, la peluquera. Ella lo hacía bien, lo suficiente, pues no tenía yo gran pretensión al respecto y era además el suyo un buen precio. La primera pagué lo que valen dos quilos de pan, la segunda cuatro y así mismo era barato, pero ahora cuando fui a retirar, la peluquera me pidió el equivalente a los veinticinco quilogramos que eran todo un jornal. Para justificar tamaño desbarajuste, ella insistió en la calidad de los retoques con tintura y en la mejoría del corte por ser la mía ya una cabeza reconocida para sus manos. Dijo también que había rasurado el rostro, quitado las vibrisas que asomaban de la nariz y peinado con un gel importante. Me hallaba en un dilema porque no daba opción. Esa mañana le había confiado el cráneo con lo que él contenía, ya que no lo necesitaba en la fecha para mis actividades evangélicas de rutina . Cuando regresé me dí con la sorprendente tarifa . No tenía lágrimas ni argumentos suficiente para la queja porque ella poseía mi cara; tampoco podía darle el dinero porque no tendría luego para el alimento, y a causa del negocio de la apariencia, carecería de lo necesario para sostener esa apariencia viva. Es así que experimento aún con terrible angustia esa escena eterna, en la que ella envuelve en papel de manzana y guarda mi cabeza con esmero en una caja de cartón, para proseguir con su oficio y olvidarse de mí hasta aquel instante imposible, en que en orden a razón y a los derechos de mi libertad asistida, fuese yo capaz de resolverme a pagar lo que debo, si de verdad la requiero.

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