lunes, 20 de diciembre de 2010

El día del libro de las mutaciones (De: Historia breve de la antigua Republica Popular Teca)

Amorel era un animal. La vi de reojo en el acceso y proseguí de espalda desenredando los días perimidos que se entrelazaban con una irresponsable disposición festiva en la monumental hemeroteca de la República. Cuando volví la mirada hacia la sala ella, que traía una bolsa de malla fina para el pan aún no había completado el ingreso. Lo hacía con la cautela de quien accede a una catedral en cuyo altar Amorel sacaba y volvía a poner cables contra el sagrario de los sistemas sin criterio usual. Éramos ordenadores, reflexioné con orgullo en la proximidad de mi colega, el afanoso analista quien efectivamente era además un animal. La mujer venía demorada por la naturaleza intimidante de los corredores de la República. Los pasadizos de Poputeca eran murallas escritas, sus anaqueles milhojas, y las paredes millares de ladríllos poblados de historias de gente y más gente una encima de otra que oraba con el silencio de las letras yuxtapuestas. Ya no estaban, es cierto, pero ahí colgaban sus rezos que es al fin todo lo que resta y que importa porque nos dan qué pensar. Pero la mujer también venía lento porque era vieja, varicosa, petiza, pobre y gorda. Lo de pobre no reporta una dificultad física, objeta usted. Sí, razona bien, pero es mi parecer de que pesa a esa edad. Amorel tenía un aspecto entre demoníaco y angelical y la mujer lo miró con embelezo mientras aparentaba quietud. Ojos grandes y claros sobre un rostro lunar orlado de cabellos tejidos con los rayos del sol equilibraban en el horizonte el sube y baja de su poquedad. El brazo izquierdo entró despacio en la alforja pendiente de la mano derecha. De ella extrajo un papel que desdobló y desdobló y que volvió a desdoblar hasta expandirlo risueña ante la mirada silente del santo imperturbable "De literatura china aquí no tenemos" fue la sentencia que le humedeció la vista sin eclipsar del todo la sonrisa pordiosera. A corta distancia miré la escena y me dolió que Amorel no atinara siquiera a inquirir a los sistemas por esa cosa que clamaba el papel y que de un modo tan devoto le enrostraba la muda. En repoputeca lo tenemos todo y lo que no, se roba, se fotocopia o se compra por la internet. ¡Si hasta habíamos crackeado los seminarios de Lacán una vez! El mundo sería todo de los otros, pero los signos serán todos nuestros... Eso pensé. Por diversos motivos, se había impartido además la misiva de un trato más especial, más deferente para con los extranjeros: porque necesitábamos ciudadanos, porque debíamos validar representatividad ante quienes no lo querían ser y porque podían estos encubrir espías, emisarios consulares y hasta divinidades disfrazadas ¿Y si esa mujer por sus modales dulces y por la relevancia de lo que entonces pidió era Dios?
Procuré interceder en su favor, interpelar por su interés ante el analista pero su mirada me lo impidió porque no apartaba los ojos de aquel "No sea ordinario usted, no se da cuenta que estoy hablando con el señor" me pareció oír en una grieta minúscula que agrió un instante su beatitud de plenilunio. Contrariado porque no había lo que ella buscaba y porque a ella ya no le interesaba lo que hasta recién parecía pretender, me oriente hacia el adorable animal: "pregúntele a la señora si puede retornar por la tarde, que a las cinco obtendrá lo que anhela".
No sé qué pasó luego, si volvió, se olvidó o qué. Su ingreso fue providencial porque después de diez años, casi en el final de mi mandato la emisario vino a denunciar que repoputeca carecía del objeto más antiguo del mundo, el sagrado relato oracular del I Ching. Comprendí por la volatilidad de su interés que la mensajera era una amanuense, alguien que como Amorel ni siquiera sabía leer, que Repoputeca estaba destinada a perecer, que para todos era un sueño muy declamado pero también, que yo era el último hombre dispuesto a dormir en él.

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