martes, 1 de mayo de 2012

Cronópolis

Cronópolis
(De amar entre otras cosas)

Durante el día deambulan solitarios, o recluidos esperan. Recién cuando las persianas cancelan las vidrieras y los mercaderes aventan mantas y tiendas, los perros se orientan silenciosos a tomar posesión de las esquinas.

Los Schnauzer gigantes, Mastines de los Pirineos y Americans pit bull terriers, van por la vía de los adoquines al casco antiguo. También, los Gordon Setters y hasta los Akita Inus, patrimonio del Japón, que las familias cultivadoras de la performance nipona introdujeron a Cronópolis en los comienzos del siglo, se posicionan en la encrucijada de las avenidas del Libertador y Veinticinco. Luego, los Alaskan Malamutes y los Dogos argentinos, mixtura ingente para la caza de los jabalíes que prosperan, enfilan junto a los Bouvier bábaros de la ciudad de Rottweilers y a los Boxers, logro estos últimos de la porfiada genética alemana del XIX, obtenidos de cinco especies asesinas: el Bulbeinser, mordedor de toros, el Baerenbeiser, mordedor de osos, el brabanter de Bélgica, el Dazinger de Polonia y el Bulldog inglés, mordedores de bereberes, zambos, boricuas navajos, cholos y cherokees, todos depredadores de fieras, que cubren otro punto crucial: las avenidas del Libertador con la amplia calle del día de la Independencia.

El mejor amigo se mide y organiza, los conciliábulos prosperan. De los distintos grupos uno se aleja, merodea los hatos y en el tránsito, hocica las ancas de otros matreros. Cuando los renegados abundan, prosperan las riñas por el predominio, hasta que se jerarquizan, fundan jauría y colonizan ochavas libres, como las de Colón y España Nueva.

Los desplazamientos suceden en el intervalo, a la hora en que la ciudad colapsa y la despoblación y el silencio la atraviesan. Entonces los acomodadores municipales entran a escena; recolectan la basura, barren y asperjan Cronópolis para adecuarla a las visitas de las diez y media.

A las diez y cuarto un Land Rover inaudible accede a la Avenida por la esquina del predominio de los Rottweilers y zahiere con el reflejo de sus líneas plateadas la noche de pelambre azabache: los animales se excitan.

En la playa de la estación vieja, un mozo de cuerda cepilla los polacos que, uncidos a las berlinas importadas de China, tienen gran solicitud en los sábados, por colonos y amantes, para el traslado hacia los moteles de La Frontera, luego de una corta gira en torno a la fuente de la plaza de la Paz General. El andar acompasado de los percherones y el silencio íntimo del vaivén, precipitan el glamour y los cocheros, en general, retornan de inmediato antes de alcanzar la meta, pero con mayor lentitud, por la extenuación de la bestia, según interpretación de extranjeros opulentos y jineteras expeditas.

Puntual, un Aston and Martin abre la ronda, que hasta las seis de la mañana destellará incesante a lo ancho y largo del luminoso boulevard. Al Walter Owen Bentley continental GT le sucede el Audi R8 de August Horch; a éste la Mini Cooper, despues el carro de la Anonima Lombarda Fábrica de Automovil, de Romeo. Los siguen el de la colina de Aston Clinton y Lionel Martin; de inmediato viene el coche en honor de Sieur de Cadillac, fundador de la ciudad de Detroit, pegado al VX Lightning de Daewoo, gran universo, que se avecina; luego, la última creación de Enzo Ferrari: el California y al final, un Jeep y otros de doble tracción, doble cabina, alta, baja y comandos diferenciales para la micción y para la cópula. Sin embargo, Cronópolis ha relegado los utilitarios y las cuatro por cuatro para la faena rural e invertido en un parque de mejor perfomance para el ajetreo de las horas oscuras.

Acceder al pueblo, al igual que a toda la constelación oriental lechera en trance de reconversión cosmogónica, con carreteras angostas y maltrechas, se dificulta. Pero una vez superado el mar proceloso de la campaña, se abre un mundo del que probablemente nadie querrá ni podrá ya emerger, jamás.
Reinaldo Brinkman fue incubado, amamantado y amaestrado en ése mundo, del que si alguna vez partió , lo ha hecho en avión, desde los aeródromos de los sileros (aerócronos), hacia otras ciudades gemelas, de las que regresó siempre con urgencia.

Esta noche, sin embargo, está ávido; acicateado quizá por la melancolía de una vida prevista, que funciona en su orden, ha soltado los perros y se dispone a ir por alguien (en Cronos, vivir es funcionar). Josefina Mom´s Puppo, su socia patrimonial, está en algún lugar de la vivienda o mejor, en el perímetro de las residencias, porque él, ya no ve el Porsche en las dársenas. Reinaldo enciende el Audi y chequea la oferta en el ordendor de la consola que entre 23 y 37 es vasta: Cronópolis está en su punto, comprueba. Entra entonces a la pista y se posiciona a la saga del Bayerische Motoren Werke, el auto de las fábricas bávaras de motores, atisbado en la programadora. Mediante el sensor del vehículo escanea y accede por la patente a la página del Heartbook: "Iohana Carolina Seebeck, solicitar vínculo", pulsa.

Seebeck parece ser una escandinava cuyo linaje remonta al primer Vikingo, según la heráldica de la red. Tal vez, podría ella ser matrizada en origen, de acuerdo a los trabajos al respecto de Pepinillo Macuur, el transgenetista asociado de Bio-Honda, piensa; pero la especie propende a que el tuneado sea electivo y el rediseño se resuelva de motu propio, recién en el umbral sexuado de la vida adulta. Si hay autoinferencia, es minuciosa, perfecta, concluye.

Los móviles carretean lado a lado por el cronódromo una vuelta completa. El BMW incursiona al fin en el estacionamiento reservado a las berlinas y se despolariza para allanar la mirada: Reinaldo comprueba que está vacío. Sin embargo, la legendaria canción de Joe Coker "there aren´t anyone your dark glasses behind", se hace audible y proviene desde su interior. Brinkman aguarda; ella manipula los controles remotos, seguro que con un I pod: berlina 69, señala. Él estaciona su móvil y se encamina tembloroso bajo las acacias, por el camino del heno. Gira y observa a la distancia la buena pareja que conjugan sendas marcas.

La berlina es en efecto una carroza de cuatro puertas con cristales biselados, visillos de voile y luz tenue, también en los faroles externos, junto al pescante. Desde allí, la silueta del auriga roza apenas la visera con el índice, por toda zalema y lo invita a que ascienda. En el interior tapizado con cuero, pana y brocado antiguo, vuelve a oir esa música: "No hay nadie detrás de tus anteojos negros", en contrapunto con el redoble sincopado de los cascos ya en marcha.

Reinaldo no ve con claridad el plan del itinerario, aunque lo sospecha y se abandona a la suerte señalada por quien lo llama y él anhela. Pasan la zona de los Bancos, los grandes almacenes, el magnífico hotel vidriado en donde las almas de Cronópolis se tientan con albricias y trasmutan, y también, los negocios típicos de la Red Megatone, Galmarino, Grido, Tarjeta Naranja, Wollmart, Mc Donald, Universidad Siglo XXI y Carrefour, entre el reverbero de los carteles propios y las farolas públicas, hasta ensombrecerse bajo la rambla del Shopping, que desciende hacia las playas del estacionamiento, para emerger luego de través, sobre el boulevard de los liquidambos. Es probable, que en el repechaje del ascenso, cuando los trancos del bayo se vuelven lerdos y por un instante se desvanece la luz íntima, Iohana se escabullera dentro de la berlina, porque en el momento en que el coche se nivela con la criba estrellada, ella ya mira por los cristales, apoyada contra el respaldo de la butaca enfrentada a la de Reinaldo, cómo la ciudadela se empequeñece, el monumento a "El buen amante", en su retorno solitario, roza el paso del carro y el tránsito, se prefigura más ralo, más silencioso, más manso. Se alejan del centro y en las últimas cuadras, los perros acechan, pero el cochero los mantiene a raya con las centellas del látigo.

Reinaldo concibe a la mujer toda mediante la impronta del olfato, pero comienza la lectura por el extremo desde el que se ejecuta el habla: de arriba hacia abajo. La cabellera caoba apaña una boca carnosa de color rosado; las pupilas inciertas, que de sesgo no parecen oscuras, no lo buscan. Tiene los hombros descubiertos y un enterizo largo de bengalina matizado con tonos del color del té, que se bifurca, fluye y expone entre el palio de sus rodillas desnudas, en la coyuntura axial de la comisura, la raja gruesa de una concha colorada; eso viene a confirmar, nada menos, que ella es redondamente una dama. Esta acreditación, que es benéfica, tranquiliza y consolida a Reinaldo en su propósito que, aunque con un gesto menos ostentoso, el que de todos modos se reprochará de inmediato, sólo porque el mismo no reporta al clima, constata la irrigación vertiginosa entre sus muslos y se afirma en la plétora, con una inspiración lenta, alargada y profunda.

Está dispuesto a aguardar , a ejercitar templanza hasta el arribo. Pero el anhelo es ubicuo; una tenue, una apenas perceptible aducción de las piernas de la mujer, lo llama y arrodillan. Ella adelanta la cadera, la aproxima a él, que la atrae aún más y que aprehende del culo con las manos, para enaltecerla y abrevar luego del cáliz por sus labios (por los labios del Cáliz). Carolina traba entonces los pies contra la espalda de Reinaldo, la ciñe y desciende a horcajadas por el tronco hasta ensartársele. Ambos, caen horizontales y prietos a ras del borde tachonado del banco, mientras el auriga, animoso, flagela las bestias, que a todo lo menea y arrastra.

La trayectoria fue ese abrazo, esa es la fábula, y la berlina emprende entonces el regreso. En Cronópolis, mientras tanto, las horas pasean en alas del reloj del monumento al kiosquero, cuyo grupo alegórico esta formado por niños y adquirentes escrupulosos, que ostentan chicles, caramelos y monedas de cincuenta y veinticinco centavos entre los dedos. Carolina enjuga a Reinaldo, lo limpia. Retira incluso el preservativo y ofrenda la boca en la ablución de lo terso, lo blanco, lo blando, lo espeso. Cuando las luces azules de los primeros autos reverberan contra sus rostros, ya los acusan discretos. Se suceden el auto sueco Saab Aero X, el Rolls Royce de los ingleses Carlos y Federico, el Ferdinando Porsche procedente de Stuttgart, el Opel, el Nissan, el Mitsubishi, el Mecedes Benz, el Lancia Delta, el Lobo de Cheoslovaquia, el Boyero de Berna, el Ferruccio Lamborghini, el Bullmastiff, el Dogo de Burdeos, luego la esquina de los Doberman, y la de los Pastores de los Pirineos hasta que se avecina la figura del espectro de la escultura en homenaje al buen amante, que regresa y que regresa. Al pasar junto al pedestal de gran porte, Reinaldo ve las palabras acuñadas en el mismo: "homo moluscular". El auriga da un giro brusco, la berlina se hunde en la rampa, bajo las recovas del Shopping y Carolina se evanesce tras la avenida de los liquidambos. Ya en la playa de la vieja estación, antes de subir al Audi, Reinaldo mira por última vez la articulación inquebrantable de la silueta del auriga, quien le hace una mueca con el índice contra la visera, en señal de adiós. Brinkman remonta hasta los ojos sus lentes negros; enciende, y enfila hacia el Cronódromo, reparando a cada cuadra en las jaurías, que en todas las encrucijadas, destripan a los peatones y a los ciclistas.

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