martes, 17 de julio de 2012

Indulgencia Plena

In memoriam La mañana que sucedió a la noche del velatorio de mi madre, mis manos amanecieron limpias. Lo observó Evelia, quien me lo hizo notar al regresar de la sepultura, en la hora de la comida Desde que vive aquí, ella me amonesta asidua por el estado maltrecho de los dedos, el borde irregular de las uñas y los oscuros vestigios que traslucen las mismas. Es cierto que muy temprano, esa madrugada primaveral de las exequias, me aboqué con la mayor atención a remover el residuo mediante un pequeño destornillador de relojero, como siempre, aunque sin lograr hasta entonces sostenerlas pulcras más que ese breve tiempo, durante el cual nadie repara en ellas. Al mirar mis manos mi madre se ofuscaba, a lo que yo argüía no haberme percatado y buscaba con el pensamiento aquel instante en el que la suciedad se había inmiscuido subrepticia. La mañana de sus funerales, con un cepillo duro redoblé el acicalamiento, porque era la última vez que íbamos a vernos. Recuerdo que a los trece pasé una siesta en el baño, refregándome en el lavatorio sin poder erradicar la impureza. Deseaba que se vieran claras, para enorgullecerla. Pero mi madre, que era austera, se disgustó por lo mucho que había menguado la pastilla y procuró consolarme, observando que el tono viscoso del drenaje procedía de la propia naturaleza del objeto de aseo, lo que fingí creer, para así descansar de mi obsesión, aunque ambos sabíamos que la materia espumosa era nívea. Durante la tarde del día del entierro permanecí abrumado por la pesadumbre de una falencia inaudita, hundido en la persistencia de un reflejo íntimo, ejercido desde siempre hacia una parte sustancial del mundo que ya no existía En la cena, Evelia volvió a sorprenderme para espejar el estado de mis manos sin tacha. “Es que hoy no he hecho nada” le contesté con cierta lógica al empinar con desgano una cuchara con sopa. Pero yo sabía que no era necesario andar, acariciar o rascarse para percudirlas. Ése era un asunto misterioso entre ellas y el resto de las cosas, aunque esa fecha, se entiende, tenía su peculiaridad. Para que mi madre no me regañara, adopté la costumbre de hurtarlas pero ella, que era muy perspicaz, solía pispear de antemano y acometía con una monserga acerca de lo mal aprendido y el poco cuidado de la persona de aquel que no parecía ser su hijo. En otras ocasiones, debía exponerlas para hojear el diario, tomar agua o cambiar de canal, luego de lo que nos acompañábamos mucho tiempo en la atmósfera tensa de un rencor moroso, sometidos a nuestras respectivas lecturas o enfrentados a la televisión. Han pasado ocho meses desde aquella jornada luctuosa de lágrimas que no cesan. Hoy es día de ramos y los fieles ejercen sacrificios a fin de obtener “indulgencia plenaria” para sus ausentes. Yo apenas imagino sus manos traslúcidas, de alabastro, ceñir las mías que tardas e inexplicables, propenden a la pulcritud. Abril.2009

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